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El olor de la ausencia. Olor a cerrado. Olor de una muerte prematura. Nunca había percibido ese olor al entrar en esta casa. Pero esta vez era evidente, me atravesó y me recordó que ya nadie vive aquí. El olor de la ausencia. Olor a cerrado, eso es. Olor de una muerte prematura, la de la vida en esta casa.

Es difícil decir adiós a lo vivido en un lugar. Algunos lo llaman halo, otros recuerdos. Me digo a mi mismo que me tengo que preparar para no volver a escuchar el ruido del viento contra las cortinas de la puerta, de los cacharros que entrechocan sobre la cocina de gas o en el fregadero, del calentador que se pone en marcha a cada apertura del agua caliente, del fuego que crepita en la chimenea, de la televisión chapurreando el acento brasileño de las telenovelas, del ruido del choque de los vasos contra el mármol de la mesa de la cocina…Todo eso enterrado en mis recuerdos, incrustado en cada fisura de las paredes, en cada veta de la madera, en cada fisura de las piedras. Nuestras risas, nuestros juegos, nosotros cuatro, Aurelia, Mateus, Filipa y João-Luis, los partidos de futbol improvisados en la plaza del ayuntamiento con los adoquines como portería, los gatos (“¡¡¡Neca, neca, neca!!!”), las moscas aplastadas con la “tapeta”, el dinero para los helados, los cafés de Zé Quim, mi abuelo sentado al final de la mesa con su vaso de vino, su sopa y su trozo de pan ya fuera la hora del desayuno, la comida o cena, y mi abuela comiendo aparte después, sola en su sofá, los animales al lado de la casa, los burros, las gallinas, la cabra….Esta casa es todo eso. Todo lo que nos enseñó a querer lo que tenemos.

 

Copyright, Jean-Louis Grobel

Es duro también, decirme a mí mismo que ya no veré a mi abuela ir al jardín para dar de comer a las gallinas y a labrar la tierra, ya no la veré pasear por la cocina y preparar la comida, ya no la veré dar de comer a los gatos al mismo tiempo que les regañaba por haber saltado encima de la mesa…Es ella la que llenaba la casa de vida, de la fuerza omnipresente de sus ojos y que desapareció hace poco al tiempo que su misma presencia. Mi abuela tenía mucho orgullo. Tenía orgullo y era fuerte. Hasta que la enfermedad vino a invadir su cuerpo. Vive con ella ahora. Mal. Me acuerdo todavía de las conversaciones que teníamos no hace mucho. No lo entendía todo, lo reconozco. Me daba un toque en la mejilla diciéndome que era todo un hombre, un hombre guapo y joven. Me acuerdo de sus reprimendas por no haber recibido el bautismo. Iba a quedarme atrapado en el purgatorio, como los animales. Me acuerdo de su amor por Juan Pablo II, y sus reservas hacia Benedicto XVI. Pero bueno, no importaba, al final era el representante de la Iglesia. Me acuerdo que rezaba en el salón cada  noche, sentada al lado de la televisión y haciendo pasar su rosario entre los dedos. Me acuerdo de sus lágrimas cuando me hablaba del pasado. Esta casa está llena de todo esto.

Copyright, Jean-Louis Grobel

Realmente no intercambiamos muchas palabras. Hablo poco portugués como para tener una verdadera conversación. Pero las “conversaciones” eran distintas. Se dice a menudo que el 70% de la comunicación es no verbal. Ese era nuestro caso. Incluso más. Las miradas, fuertes y expresivas, a veces húmedas de emoción, las sonrisas, siempre sinceras, las manos en nuestras mejillas, nuestros hombros,… Los gestos de amor donde las palabras no tienen sitio porque estorban, una magia instantánea, la de la sangre, la del corazón, de la historia compartida, una osmosis donde todo está dicho sin que las bocas se tengan que abrir. Una familia separada por kilómetros pero también por el idioma. Pero no importa. Todo estaba dicho. En el silencio, pero todo estaba dicho. Lo estrictamente necesario, lo básico, lo que nos permitió ser lo que somos mi hermana, mi hermano y yo.

Es todo eso lo que echaré de menos de esta casa. El amor simple y fuerte. El de mis abuelos que tanto me aportaron.

La vida se va de esta casa y no volverá. O puede que sí.

Jean-Louis Grobel