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Siempre fui una lectora voraz. Desde que aprendí a leer, a una edad muy temprana, he estado rodeada de libros, no concibo mi vida sin un libro en mis manos, mi bolso o mi mesilla.

Digo que fui, pero aún sigo siéndolo, bien es verdad que la voracidad está matizada por las obligaciones y tareas del día a día.

Gracias a los libros el cuidado de mis padres se hace más llevadero, más suave, menos duro. Aprovecho los “tiempos muertos” como la espera en la consulta del médico, las breves siestas de mi  padre, o cualquier otra circunstancia para sumergirme en la lectura del libro de turno.

Las tardes se hacen largas, interminables, monótonas, sin poder salir de casa, y a pesar del mucho trabajo que tengo y las preocupaciones que su situación me genera, suelo encontrar algún momento para leer. Los libros me ayudan a vivir otras realidades, amenizar las esperas y olvidar un poco las dificultades. No sé que sería mi vida ahora sin ellos, son los compañeros ideales dan mucho y no piden nada.

Por desgracia los recortes y austeridades impuestas por el gobierno y el fin de la obra social de la caja de ahorros, ha afectado a mis amigos los libros, arramblando con la biblioteca de mi barrio. Esta circunstancia me hace más difícil conseguirlos.

Por suerte sigue existiendo el intercambio libresco entre amigos, el BookCrossing, el trueque  y la librería libre.

Después de un enfado de mi madre, de una llantina de mi padre, o del esfuerzo de una ducha, cuando la calma sustituye a la tormenta, o en el silencio de la noche mientras duermen, nada hay tan placentero como olvidar por un tiempo tu realidad y dejarte llevar por esa otra misteriosa y seductora que encierran los libros.

 

Septiembre 2014