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Últimamente la palabra que ronda mi cabeza es esta: miedo.
 
Mi padre está cada día peor, ha perdido todas las habilidades y su cuidado es cada vez más difícil.
 
Miedo a que se atragante, miedo a que la voluntad no sea suficiente para seguir cuidándole, miedo a no oírle por la noche y también miedo si le oigo.
 
Su cuidado es tan exigente que, a pesar de no quererlo, nos estamos planteando llevarle a una residencia. Miedo.
 
Miedo a que se estropee la lavadora, pues continuamente hay que lavar mucha ropa. Miedo a que llegue el invierno y la ropa no se seque pronto. Miedo.
 
Miedo a que surjan gestiones y tenga que salir de casa. Miedo a equivocarme, a “meter la pata,” a que se me olvide algo importante. Miedo a mi propio cansancio, a superar mis límites.
 
Miedos grandes y miedos pequeños, miedos fundados e infundados; miedos nuevos y miedos atávicos. Miedo.
 
El mes de agosto ha sido un pequeño oasis en el desierto. Mi hermana ha pasado su mes de vacaciones en mi casa, aunque no nos ha faltado trabajo, ha sido un plus de tranquilidad para mí. Hemos pasado malos momentos, pero también nos hemos reído. Parece mentira que los enfermos de demencia, como mi padre y mi madre planteen en ocasiones situaciones tan jocosas que no tienes más remedio que reírte. La verdad es que la risa y el llanto están muy cerca, caminan unidos en este camino transitado por enfermos y cuidadores.
 
Ahora de nuevo, vuelvo a replantearme tantas cosas que incluso tengo miedo al miedo.
 
Septiembre 2014