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Rebecca Ley, The Guardian

El cuerpo de mi padre está en la sala para enfermos de demencia en una residencia de ancianos en Cornwall, donde lo lavan, alimentan y visten. No sé dónde está su mente. Esa mente mercurial, original y perspicaz que siempre me había inspirado tanto respetado. Ha desaparecido consumida por completo. Así que todo lo tangible que queda de él está guardado en un archivador en una esquina de mi estudio.

El rastro en papel de su existencia en la tierra: extractos del banco, facturas, fotos, cartas de su contable, documentos de seguros, impuestos , y una andrajosa fotocopia del poder notarial en el que se nos  autoriza a mi hermana menor y a mí a cuidar de sus asuntos. Desde que está tan lejos – no sólo geográficamente, ya que yo vivo en Londres, sino en todos los sentidos – esta función administrativa es lo más cerca que puedo estar de su yo real, aunque esto no lo sustituye en absoluto, por supuesto. Decidir los documentos adecuados para reclamar la parte pendiente de un subsidio. Programar los pagos automáticos…

Estas tareas no me evocan realmente a papá. Pero me ayudan a sentir que estoy haciendo algo por él. Y hacerlas me resulta más fácil, mucho más fácil, de lo que ahora es ir a visitarlo. Al menos, haciendo todo el papeleo, puedo recordar a Papá tal y como era, encantador, orgulloso, frugal, terriblemente tímido, y guapo, todo el mundo decía que de joven era igual que una estrella de cine. Un hombre que dejaba traslucir su estado de ánimo desde el momento en que entraba por la puerta. Yendo de ser un exuberante torbellino lleno de planes, a un paranoico solitario, receloso de la música pop, las fiestas, y cualquier otro signo de diversión. Una persona real en cualquier caso, con sus defectos, no la cáscara vacía que vaga por los pasillos de su unidad intentando llegar a algún sitio, a un lugar que no está allí.

Entiendo su deseo de escapar cuando voy a visitarle. Tan pronto como la puerta de la sala donde está se cierra a mi espalda, se apodera de mí una necesidad imperiosa de estar en otro lugar. No aquí, con el olor de las cenas y la lejía, que no llega a ser lo suficientemente fuerte como para enmascarar otros olores. No aquí, a pesar de los amables cuidadores y los minuciosos detalles que pretenden hacer que los residentes se sientan como si estuviesen en el mundo exterior, con farolas en el corredor y acceso directo al jardín desde los dormitorios. No aquí, en ese impoluto  salón escasamente amueblado, con su estantería de muñecas y bloques de plástico. Unos juguetes demasiado similares a aquellos con los que juega mi hija.

El hecho de contemplar a los otros residentes es quizás lo más duro. Sentados en sus sillas, inexpresivos, mirando al infinito con los ojos fijos en tiempos mejores –o peor, escudriñando, demasiado conscientes del presente. Me avergüenza admitirlo pero no es muy difícil que lleguen a resultar aterradores.

La última vez que fui allí de visita, un anciano me enganchó con el mango de su bastón. Sentí como si intentara tirar de mí hacia el abismo y no pude disimular mi pánico hasta que conseguí zafarme de él. Otro me acusó de haberle robado su bebida, un vaso de plástico con refresco. Seguí sonriendo intentando explicarle que no había sido yo, sin embargo me fue imposible apaciguarle.

Me habría gustado que  papá hubiese intervenido a mi favor, pero él no se dio cuenta de nada. Simplemente se limitó a quitarse un sombreo imaginario ante el otro anciano de Cornwall, como si se lo hubiese encontrado en el camino mientras paseaba al anochecer. Ahora casi parece más feliz con aquellos que no conoce. Coge las manos de los cuidadores con marcada intimidad, sin embargo, cuando yo voy a visitarlo comienza inmediatamente sollozar, consciente de que soy su hija pero también de que no recuerda mi nombre. Mira de reojo y evita establecer un contacto visual, como si mirarme le doliera.

La verdad es que cuando más echo de menos a papá es cuando estoy sentada frente a él. Al menos en casa, revolviendo entre sus papeles, me siento libre para recordarle tal y como era.